Una de las mayores preocupaciones que mostraron los miembros de las FARC en la mesa de diálogos ante su desmovilización fue el fenómeno del paramilitarismo. El punto 3 del acuerdo Fin del conflicto incluye varias medidas que buscan erradicar estos grupos. Víctor Barrera, coordinador del equipo Conflicto, Estado y Desarrollo, habla de los grupos paramilitares y de los riesgos que estos representan para la implementación de los acuerdos.
¿Cuál es el estado actual del paramilitarismo en el país?
Víctor Barrera
La discusión sobre el paramilitarismo ha sido muy coyuntural. Llevamos una década discutiendo si son bandas criminales, como las denomina el gobierno, o si son el paramilitarismo tal cual como se vivió en el país. Para no caer en esa discusión, uno podría denominar unas ofertas de seguridad privada atadas a agendas locales y a unos intereses muy concretos de mantener el statu quo. Esas son unas tendencias que se ven a lo largo de más de cuatro décadas de paramilitarismo en Colombia.
Hay muchas similitudes en la continuidad territorial, en algunos municipios se ha concentrado este fenómeno históricamente. Entre estos grupos de la actualidad existen ejercicios de la violencia, administración de mercado ilegales y un portafolio de criminalidad mucho más grande de lo que conocimos como paramilitarismo en años anteriores.
¿Cómo entender el tema de las Bacrim?
Dentro del Cinep/PPP no hay un consenso de cómo denominarlos. Yo prefiero denominarlos como grupos armados posdesmovilización, porque es escapar a esa discusión de si son o no paramilitares y entrar a analizar lo que hacen y por qué lo hacen.
En términos generales, después de la desmovilización de los paramilitares hubo un descenso en la violencia letal. Algunos sectores del gobierno interpretan estas cifras con un error que es confundir la estrategia de la violencia con la capacidad efectiva de estos grupos. Ese cambio en la dinámica de la violencia tiene que ver con un cambio estratégico en el posicionamiento. Años atrás estos grupos tenían fuertes alianzas con sectores estatales en la lucha contra la insurgencia pero luego de la desmovilización hay una política por mostrarlos como enemigos del Estado y se despliega toda una ofensiva para combatirlos. En ese contexto se entiende por qué la violencia letal no hace parte de un repertorio dominante de estos grupos sino que la amenaza es mucho más efectiva porque es menos costosa y tiene menos riesgos políticos y judiciales para ellos.
En el sentido estricto, estas organizaciones no son reincidencias del paramilitarismo. Aquí lo que hay es una capacidad de movilizar nuevo recurso humano que está formado, que tiene habilidades criminales y que sabe vender su fuerza de trabajo en un mercado ilegal.
¿Qué está pasando con los asesinatos y amenazas a líderes sociales?
No hay una gran organización detrás de estos hechos. Lo que hemos visto y que nos llama la atención es que tenemos un número de líderes sociales asesinados similar al que experimentó el país en 2002, solo que en ese año los índices de violencia eran muy altos. Es anormal que tengamos el mismo número de muertos en magnitudes de conflicto tan distintas.
Tenemos cifras de asesinatos de líderes sociales dramáticas en un contexto dónde la magnitud del conflicto armado ha disminuido a niveles históricos, por lo tanto, no es un efecto colateral ni aleatorio de la confrontación armada. Hay unas condiciones estructurales a nivel local y unos intereses muy concretos que permiten que se reproduzca la violencia contra líderes sociales. Es importante insistir en que las dinámicas de la violencia no letal a nivel de amenazas son dramáticas. A los líderes sociales ya no solo se les quieren eliminar sino también generar un ambiente de zozobra constante.
En lo que llaman las Bacrim hay un giro organizacional muy importante. Ya no son estructuras jerárquicas sino una serie de facciones que se van recomponiendo mucho más rápido. La violencia ejercida por estos grupos tiene un sentido de resolver disputas alrededor de mercado ilegales.
Son las agendas locales que en coyunturas específicas activan la violencia contra los líderes sociales. Por ejemplo, son diferentes las condiciones de los asesinatos de líderes que promueven la sustitución de cultivos en una zona como el nudo del paramillo, que es una zona de mercado histórica donde convergen el cultivo, el procesamiento y la exportación, con las condiciones que viven los líderes sociales de otras zonas como San Vicente del Caguán.
Hay gente que todavía está en el debate conceptual de si son o no paramilitares y si hay una gran estrategia para boicotear el proceso de paz, pero son las condiciones a nivel local que permiten la reproducción de la violencia contra los líderes sociales. Aparte, yo diría, en principio, que no existe esa gran estrategia porque las posibilidades de que todos estos grupos se coordinen son muy costosas.
¿Cuáles son los retos en la política pública de protección a desmovilizados y a líderes sociales?
Con la unidad de protección que existe hoy no hay cómo garantizar seguridad, así que lo primero es crear una nueva institucionalidad en función de brindar esas garantías. Puede haber una iniciativa a nivel nacional, pero que prescinde del conocimiento local para poder hacerle frente a las posibles amenazas. Es necesario tener una fuerza mucho más especializada en la protección de los líderes en sus territorios.
A finales del año pasado el Ministerio de Defensa Nacional autorizó los bombardeos contra las bandas criminales. ¿Cómo modifica esa decisión la dinámica del conflicto?
Atender este fenómeno necesita tomar decisiones de mediano y largo plazo. Políticamente hay presión para dar resultados de corto plazo y esa ha sido la política de objetivos de alto valor: considerar que capturando cabecillas, mandos medios y enlaces claves en las áreas financieras de estas organizaciones, se van a desarticular. Es casi el mismo modelo que se usó con las FARC, solo que con la guerrilla había unas condiciones diferentes. En las FARC los combatientes rasos dependían de sus mandos medios y altos, pero en los grupos posdesmovilización, como no tienen estructuras jerárquicas, esas capturas no inciden mucho porque simplemente ponen a alguien más. La estrategia militar de dar capturas o bajas a integrantes de esos grupos es muy rentable políticamente y en la opinión pública, pero no da resultados a mediano y largo plazo.
Desde el equipo estamos manejando una hipótesis de trabajo: en México se implementó una estrategia muy similar a la de objetivos de alto valor y mostró que aparte que no resuelven el problema principal, genera una violencia mayor en el área donde operan esos grupos.
¿Cómo se deben manejar la política de los mercados ilegales para que se adapten a lo acordado con las FARC?
Yo tengo una visión muy pragmática sobre este tema teniendo en cuenta que la dinámica de los mercados ilícitos no se va a resolver en dos años, pero sí se pueden tomar unas medidas encaminadas a la reducción de la violencia mientras se prepara el terreno para reemplazar los mercados ilegales. Lo primero que hay que tener en el contexto de la implementación son unos factores mínimos de seguridad tanto para los desmovilizados como para las comunidades que los van a recibir. La propuesta de desarrollo regional debe incluir ofertas económicas, educativas, familiares para que los desmovilizados no vuelvan a la ilegalidad y para que las propias comunidades no vean en los mercados ilegales una opción.
¿Qué hacer frente a estos grupos de cara a la implementación de los acuerdos de La Habana?
Hace falta una política orientada hacia la judicialización de la macrocriminalidad. Toda la estrategia se ha concentrado en la militarización pero no hay un componente de justicia que pueda atender el fenómeno. El Ministerio maneja cifras de cerca de 17.000 miembros de estas organizaciones que han sido capturados entre 2007 y 2015, pero no hay pruebas para judicializarlos y vuelven a las calles a delinquir.
Hay una estrategia pero es la más costosa tanto en términos económicos como políticos porque no muestra resultados a corto plazo y consiste en generar dinámicas de desarrollo que desactiven estos grupos. Cuando se genera una capacidad de desarrollo a nivel regional se agotan las dinámicas de los mercados ilegales y quedan sin margen de manejo estos grupos.
Un tercer elemento está relacionado con lo que Isaac Beltrán ha denominado las carreras criminales. Hay personas que una vez se inician en el mundo criminal en delitos menores, generan una inercia y las posibilidades de sacarlas de esa carrera criminar son muy costosas o muy difíciles de implementar. En los territorios donde actúan estos grupos no hay una política concreta dirigida a la juventud rural o semiurbana que es el caldo de cultivo de las organizaciones ilegales.