Según cifras del Ministerio de Salud, en Colombia, durante los últimos años, se formularon anualmente, en promedio, ciento cuarenta mil fallos judiciales por salud. La mayoría porque los pacientes no reciben a tiempo o nunca los medicamentos. La causa: los altos costos y el robo de los medicamentos, esto suma a la crisis de la salud en el país.
Colombia, hasta hace unos pocos años, tenía un ahorro para la atención en salud de diez billones de pesos en el fondo público Fosyga. Según el ministro Alejandro Gaviria, este ahorro desapareció en gran parte por los altos costos de los medicamentos y procedimientos quirúrgicos de alto costo, pagados con recursos públicos mediante un sistema conocido como recobros y por el monopolio en la comercialización de los medicamentos. Pero igualmente, este ahorro quedó en manos de la corrupción en lo que se ha llamado los carteles de la salud, dos de ellos muy conocidos: el de la hemofilia y el de VIH, en el departamento de Córdoba, sin salir aún a la luz otros casos en distintas regiones.
Es increíble, como en algunos casos, instituciones y empresas de salud, laboratorios, distribuidores, funcionarios públicos, asociaciones de pacientes, médicos y pacientes particulares, se prestan para gestionar, pedir o exigir medicamentos sin llenar los requisitos necesarios y sin necesitarlos, para luego comercializarlos en un mercado ilegal, clandestino, organizado en redes de corrupción planificadas con ganancias inimaginables. A esto se suma la débil vigilancia y control del Estado, la desregularización de precios que animó la política pública de varios gobiernos y la alianza entre algunos funcionarios y los carteles mafiosos que comercializan los medicamentos.
A pesar de los esfuerzos por regularizar y controlar los precios por parte del actual gobierno, fue imposible reducir el precio en muchos de ellos, solo en unos pocos ha sido viable. Detrás de todo esto existe una gran presión de la industria farmacéutica transnacional al Estado colombiano y es aquí donde está la verdadera complejidad de los precios y el gran obstáculo para regularlos. Así las cosas, la salud vive una muerte dolorosa y lenta. Sus primeras víctimas: las familias excluidas de los barrios populares en las ciudades y de las veredas campo.
Los obispos en el documento de Aparecida, número 65 y 419, nos recuerdan la preocupación de la iglesia por los enfermos adictos a las drogas, portadores de malaria, tuberculosis y VIH – SIDA, que sufren la exclusión familiar y social. Esta preocupación se convierte en un servicio sacramental que muestra el amor de Dios Padre en el trabajo de muchos “buenos samaritanos” de la Iglesia en más de treinta y dos mil instituciones católicas dedicadas al trabajo por el derecho a la salud en América Latina, para responder a los que decía el santo chileno, Alberto Hurtado: “En nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor”.
Luis Guillermo Guerrero Guevara
Director Cinep/Programa por la Paz